En el mapa sensorial, de mi procesión, veo que hacen trazos, pero no sé quién, o cómo, me traspasa y me deja, me idolatra y me llora, me mima y me bifurca, me ata y me enamora, me descobija y me atrapa, me amarra y me corta, me envuelve y me sacia, me espera y me estorba, me cansa y me patea, me anonada y me exaspera, me aterra y me duerme, me vive y me sueña, me desdobla me acapara me toca la mano y sudo y gloriosamente me devuelve de nuevo y yo me enamoro, de algo, del sonido, del sonido del mar...
Probablemente llegue un instante en que todo esto me paresca una leve brisa, matinal y pura, cuando ahora mismo no tengo la cabeza, como para medirlo, para atender al silencio, para rebasar este vilo inherme y cáustico del que mi día a día se alimenta, se hiere a sí mismo, se incendia se agosta y redime su pureza en la violenta cercanía con lo más trémulo de mis ojos, la miseria que la razón fundo sobre el reino de los hombres y yo, y yo veo y maldigo y me hastía.
No puedo más de no poder, he de hacer algo, he de derribar montañas y aún así me voy a dejar de la marea alta como un pájaro incendiado que sube con el humo negro de sus alas, abatibles hasta el ultimo aliento, hasta la última gota de desesperación.
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